La mujer no nace... (III)


     Buenas noticias: se me agolpan las propuestas que me hacen llegar por correo electrónico casi tanto como las notas que escribo en las sesiones. Cada vez percibo un poco más de implicación e incluso de ilusión, y desde luego, hay mucho, mucho que decir. El miércoles hubo debate, lectura y análisis de fragmentos, referencias bibliográficas, propuesta de temas transversales y bombones y flores de papel artesanales, cortesía de las compañeras, que no inmortalicé por falta de cámara en el bolsillo. También es verdad que la lectura se va haciendo cada vez más densa, envolviéndonos, y para desenredar la madeja procuro ir muy despacito, desmenuzando ideas y desenmarañando lo que está escrito, lo que fue dicho y lo que aún está estancado en mi cabeza.
Flor de papel de las que nos hizo Elena

     De Beauvoir consideró que, a pesar ser una tesis interesante, los presupuestos del materialismo histórico eran insuficientes para explicar la desigualdad de género. En su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), Engels sostenía que la opresión social de la mujer está relacionada directamente con su capacidad de trabajo: la aparición de los metales provocó la explotación intensiva de los recursos (se supera el autoabastecimiento) y el desarrollo de la propiedad privada. El poder proviene de la propiedad, y la mujer, que no puede utilizar las nuevas herramientas debido a su peso, quedará relegada a las tareas del hogar. De esta forma, patriarcado y propiedad privada estarían íntimamente ligadas. La liberación de la mujer dependerá de su integración a la industria pública y la reducción al mínimo de las responsabilidades domésticas, lo que la une, a su vez, a la causa socialista. Pero el metal no provoca por sí solo la voluntad de explotación de otros individuos, y menos explica la forma concreta de opresión de la mujer y su consideración de propiedad. El materialismo tampoco puede explicar los orígenes del interés por la propiedad privada; necesitaría salirse del plano estrictamente económico y recurrir, al menos, al simbólico. Por otro lado, no resulta convincente el que las mujeres, al contrario de otros grupos oprimidos, no tomen conciencia de sí mismas y se rebelen porque esté en su naturaleza. Así termina el primer bloque, Destino, y comienza Historia: una propuesta de explicación de los orígenes y transformación de la contrucción social de la mujer a lo largo de los siglos.

     El recorrido por las civilizaciones antiguas es ligero y no plantea problemas (aunque después si dio para comparar atenienses con espartanas y ciudadanas con extranjeras); pero los inicios, ¡ah, es otra cosa! De Beauvoir plantea la dicotomía entre la inmanencia y la trascendencia como principio de la diferencia de la construcción simbólica de mujeres y hombres, y aquí nos entretuvimos con las zarzas un rato, disfrutando del enredo (dejo enlazado un artículo específico del tema para quienes nos quedamos con ganas de más). También nos inquietaron algunos pasajes en los que el discurso escora hacia el androcentrismo y que no resultan muy claros (o por lo menos la que escribe se quedó con dudas después de la reunión):
«El guerrero pone en peligro su vida para aumentar el prestigio de la horda, del clan al cual pertenece. Y de ese modo prueba brillantemente que la vida no es el valor supremo para el hombre, sino que debe servir a fines más importantes que ella misma».
Como consecuencia de esto,      
«La peor maldición que pesa sobre la mujer es estar excluida de esas expediciones guerreras: el hombre se eleva sobre el animal al arriesgar la vida, no al darla; por eso la humanidad acuerda superioridad al sexo que mata y no al que engendra».
«El hombre  se ha planteado como amo frente a la mujer, porque la humanidad se ha problematizado en su ser, es decir, prefiere las razones de vivir a la vida; el plan del hombre no es repetirse en el tiempo, sino reinar sobre el instante y forjar el porvenir. »

     La hipótesis sostenida es que, en un tiempo en el que los grupos humanos no tienen anhelos puestos en la posteridad, sino en el inmediato presente, la infancia no es sino una carga; por lo tanto la maternidad (que además no es controlada) no es fuente de prestigio, e impide temporalmente a las mujeres salir de caza y proteger al clan, lo que la relega a un estatus inferior. Sin embargo, no es comprensible que la vida carezca de importancia en una época en la que la supervivencia está ligada a la seguridad del clan, es decir, que se vale del poder del grupo. Tampoco se entiende entonces la proliferación de estatuillas con forma de mujer (que tradicionalmente se interpretan como diosas de la fertilidad). Por otra parte, De Beauvoir no explica suficientemente las razones por las que el prestigio es dictado por los hombres y los valores asociados a ellos, ni tampoco por qué los hombres necesitan enajenarse en un cuerpo distinto y las mujeres no parecen necesitarlo, o por lo menos nada se menciona sobre ello. 

     A pesar de que el discurso peca de un cierto androcentrismo, y de que algunas ideas no quedan muy claras (o por lo menos la que escribe no se siente capaz de digerirlas para ustedes), la idea fundamental orbita en torno a la construcción de la identidad. La mujer, cuya fecundidad es incontrolada y misteriosa, está ligada fuertemente a la especie y la naturaleza, asume el ciclo que no empieza ni termina, vive en la inmanencia. Su territorio es la vida que siempre sale de su vientre, ella es todas las cosas. Frente a esto, el hombre se proyecta en las herramientas que crea con sus manos; aprende a controlar la naturaleza, se apropia de ella, y rompe el círculo para crear la línea, el futuro, el proyecto.
«La desvalorización de la mujer representa una etapa necesaria en la historia de la humanidad, porque su prestigio no provenía de su valor positivo, sino de la debilidad del hombre; en ella se encarnaban los inquietantes misterios naturales; el hombre escapa a su autoridad cuando se libera de la naturaleza. (...) El obrero modela la herramienta según sus designios, y le impone con sus manos la figura de su proyecto; frente a la naturaleza inerte, que le resiste, pero a la que vence, se afirma como voluntad soberana; (…) aprende su responsabilidad sobre la cosa hecha (…). No se libera del todo de los dioses, pero los separa de sí al separarse de ellos, a quienes relega al cielo olímpico y se queda con el dominio de la tierra. (…) En la relación de su brazo creador con el objeto fabricado, experimenta la causalidad (…); puede aplicar entonces el pensamiento racional, la lógica y las matemáticas.»
«La religión de la mujer [refiriéndose a las deidades femeninas originales de las principales civilizaciones mediterráneas antiguas] estaba estaba ligada al reino de la duración irreductible, de la contingencia, del azar, de la espera, del misterio; el del homo faber es el reinado del tiempo, que se puede vencer como al espacio, de la necesidad, del proyecto, de la acción, de la razón.»

     En el inicio, la diferencia, la desconfianza, la inseguridad.
     ¿Puede ser?

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